Conmemoración del Día de la Madre Paulina
(03 de junio 1817 – 30 de abril 1881)

 

Adaptación del Libro “La mujer que nadie pudo detener”

El 25 de abril la Madre Paulina, enfermaba de pulmonía, la que se tornó muy grave y seria. En su lecho de dolor nos dio los más hermosos ejemplos de virtud. Como en los días de salud, buscaba también ahora su única fuerza en la Santa Comunión diaria, en el íntimo trato con el buen Dios, fortaleza en sus intensos dolores febriles que la consumían. “Mi Señor y Maestro.” “Mi Esposo.” Estas y otras frases brotaban frecuentemente de sus labios. Estaba dispuesta a aceptar todo lo que el buen Dios le exigiera, la vida o la muerte. Toda calma, toda paz, toda amabilidad, toda ternura para Dios y para todos. Aún en sus dolencias, agradecía el más pequeño servicio que se le hacían; amable con cualquier visita, al punto que cuando ya postrada no podía hablar sino breves palabras, pedía risueña que la disculpasen.
La enfermedad alcanzó su punto culminante en la tarde del viernes 29 de abril, se acercaba el día en que terminaría su tiempo en esta tierra. Con ojos amorosos contemplaban el crucifijo al lado de su cama, para después fijar su mirada en una hermosa azalea blanca que le acababa de enviar una de sus hermanas. Luego, le encarga a su enfermera que la riegue bien: “no se olvide usted de la flor y dele otra vez, mil gracias por ella a la buena hermana Ana; y devuélvasela, después de mi muerte, dándole afectuosos recuerdos.”

A las dos y media de la madrugada recibió la Santa Comunión como viático y esperó con plena aceptación de su última hora. Casi todas las Hermanas se encontraban reunidas en la habitación contigua a la pieza de la querida enferma y rezaban por ella, así escuchaban las palabras de la incomparable Rvda. Madre. A las 5 de la mañana asistieron todas a la Santa Misa en nuestra capilla y recibieron la Santa Comunión. Después se dirigieron otra vez hacia la habitación de la querida enferma. Con sus últimas fuerzas, animó a las hermanas a aspirar a la santidad, para alcanzar así el cielo. Hablaba mucho de la felicidad eterna donde nos encontraríamos algún día; prometió rezar por nosotros y por todos los que vendrían. A la madrugada, el médico nos hizo observar que ya había comenzado la parálisis de los pulmones y comprendimos claramente que debíamos hacer este gran sacrificio. A las nueve de la mañana, respirando unas pocas veces profundamente, inclinó un tanto su cabeza y se durmió suavemente en el Señor, acompañada por las oraciones del sacerdote y de las Hermanas. Su alma había alzado el vuelo a la Patria Celestial, de la que había hablado tantas veces, por la cual había trabajado, luchado y sufrido hasta el último suspiro. Era un día sábado, 30 de abril. Inconsolables sus hermanas la lloraban, pero sabiendo que su madre no había dejado de serlo, ni dejaría de serlo jamás, es más, nunca lo había sido como lo era ahora.

Subdirección de Pastoral